miércoles, 5 de enero de 2011

Demoliendo el patrimonio en nombre del progreso

(De Jorge Luchetti)


De aquellas joyas arquitectónicas que alguna vez fueron premiadas por nuestro antiguo municipio, sólo quedan en pie unas pocas. Saavedra, Coghlan y Villa Urquiza ofrecen numerosos ejemplos de propiedades que, aún poseyendo un indudable valor estilístico, fueron arrasadas por la topadora ante el desinterés de las autoridades.


El grado de interés que se tenga por la arquitectura de una ciudad refleja en parte cómo son sus habitantes. Muchas metrópolis, como París, Roma o Barcelona (por nombrar sólo algunas), se fueron transformando a través del tiempo con la premisa de no perder esa riqueza arquitectónica que tanto las caracteriza y les da identidad. Huelga decir que todo esto dependerá de las reglas que propongan, más el interés en cumplirlas por parte de la sociedad.
Buenos Aires se encuentra hoy en una situación diametralmente opuesta a urbes como las antes mencionadas. El desinterés y abandono a través de los años por parte de las distintas autoridades y de sus propios habitantes llevaron a la “Reina del Plata” a una situación de extrema degradación. Si bien tiempo atrás fue considerada “La París de América del sur”, hoy quedó en el sueño y recuerdo de unos pocos, ya que la realidad difícilmente se puede ocultar. La pérdida de una infinidad de obras de nuestro patrimonio ha dejado huérfana a la ciudad de una riqueza arquitectónica irrecuperable, haciéndole perder parte de esa imagen cosmopolita que el popurrí estilístico había dejado dibujado como perfil de ciudad.


LOS PERJUICIOS DE LA MODERNIDAD
La cantidad de arquitectura perdida y devastada es incalculable, sólo basta recordar al más paradójico de los ejemplos: la primera sede del Club del Progreso, que estaba en Hipólito Yrigoyen y Perú, demolida precisamente “en pos del progreso”. Corrieron la misma suerte otros hitos arquitectónicos como el Palacio Miró, asentado sobre parte del predio que hoy ocupa la plaza Lavalle (el edificio alguna vez fue propuesto para suplantar a la Casa Rosada), o el antiguo Teatro Colón, que se ubicaba en el solar donde actualmente se encuentra el paquidérmico edificio del Banco Nación. Pero aún más emblemático fue el caso de la primigenia Iglesia de San Nicolás de Bari, demolida para ser remplazada por el Obelisco. Sin querer desmerecer a este último, el templo poseía un gran valor histórico y arquitectónico.
Lo importante es no caer en concepciones erróneas y pensar que hay que salvaguardar aquellas obras de carácter monumental. La gran arquitectura, o mejor dicho la arquitectura que realmente tiene valor, no es la que se pueda medir por sus dimensiones ni por su esplendor sino más bien por sus virtudes edilicias. En pocas palabras, la monumentalidad de una obra no es un atributo que otorgue valores arquitectónicos. Existen ejemplos bastante representativos, como el del Conjunto Solaire, que se encontraba en México 1062. Se destacaba con virtudes que partían de premisas distintas y novedosas, como la funcionalidad y la espacialidad. Lamentablemente el Solaire desapareció ante el ensanche de la avenida 9 de Julio.


INSENSATEZ URBANÍSTICA
Lamentablemente, Saavedra, Coghlan y Villa Urquiza no escapan a esta situación. Más allá de ser sectores alejados del centro porteño, circunstancia que por lo general actúa en forma favorable, ya que los preserva de las grandes transformaciones, resulta doloroso descubrir que también se vieron afectados por la insensatez. Muchas veces no sólo por la pérdida de una arquitectura irremplazable, sino también de aquellas obras que si bien por sí solas no tenían un valor estilístico importante en el conjunto urbanístico poseían una mayor calidad y ayudaban consolidando la trama barrial.
En el transcurso del tiempo muchas de estas construcciones –incluso varias que habían sido premiadas– fueron demolidas o transformadas, lo que les hizo perder su identidad. Desde principios de siglo hasta la década del 70 la ex Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires otorgaba premios a edificios cuyo valor arquitectónico reflejara el espíritu porteño en diferentes categorías. Algunos que aún subsisten exhiben una placa donde se destaca el mérito obtenido. Así se puede ver en la casa de departamentos de Superí 1550-52, de los arquitectos Dodds y Koch (1935), y en su similar de avenida De los Incas 3109, de Alfredo Joselevich (1949). Pero es evidente que esto nunca sirvió como protección ante la posibilidad de demolición de las viviendas, ya que de un número aproximado de 90 edificios galardonados en toda la ciudad más de una veintena sucumbió a la topadora en un corto período.
En Saavedra desapareció la vivienda de la calle García del Río 2883 (1938), construida por el arquitecto Bruno Fritszche, que había obtenido un segundo premio municipal. El mismo destino transitó la de Crisólogo Larralde 3983 (1931), construida por el arquitecto Horacio Costa Pelesson y merecedora ese mismo año de un primer premio. Mejor suerte corrió la obra de la calle Núñez 4331, la cual salvó su existencia ante el arraso que produjo el utópico paso de la Autopista 3. Esta casa fue diseñada por el arquitecto Sergio Pellegrini (1937) y fue galardonada con un segundo premio. Más allá de los cambios realizados, aún se puede vislumbrar el diseño original de la misma. Estas últimas tres obras ocuparon la categoría de vivienda económica social.
Es interesante ver cómo la arquitecta Marta Levisman, en el libro de inventario del patrimonio urbano de Buenos Aires, define el tema de la preservación en la ciudad: “Preservar las huellas significativas de la ciudad no significa un gesto nostálgico decadente ni una aséptica adhesión arqueológica sino una apropiación de la memoria ciudadana, cuya vida está en constante evolución”.

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